La iglesia cree en Cristo muerto, pero no en el vivo

Lo más peligroso que tienen los monoteísmos es que creen en dioses excluyentes: si sólo hay un Dios, todos los demás están fuera de la ley, de la verdad y del camino a la salvación. Se trata de una exclusiva del monoteísmo. De ahí que al muy ateo Rousseau le pareciera imposible vivir en paz con un cristiano, con alguien convencido de que su fe es la única verdadera y que las demás creencias están condenadas y sin esperanza.

La realidad constatable es que el Antiguo Testamento es una recomendación al genocidio cada diez páginas, y el Corán, se lea como se lea, está lleno de incitaciones al exterminio del infiel y a extender una tierra dominada por los creyentes, pues a pesar de las retóricas pacifistas, los monoteísmos nacen por rivalidad entre sí. El judaísmo se originó en gran medida por oposición a los cultos politeístas de Egipto anteriores al reformador Akenatón; el cristianismo nació como rebelión hacia la religión judía; y el islam lo hizo contra el cristianismo.

De hecho, la creencia en un Dios único le convierte a uno en ateo de los demás dioses, que era la acusación contra los cristianos en los siglos II y III en el mundo romano. A diferencia de las mitologías paganas antiguas, el monoteísmo declara al hombre culpable por no ser Dios, por no ser todas las cosas.

La religión de los romanos, por ejemplo, era de tipo cívico, un refuerzo espiritual de las instituciones. Los emperadores que perseguían el cristianismo lo hacían escandalizados porque los cristianos, en vez de limitarse a tener un Dios como hacían otros pueblos, negaban los dioses de los demás, y sobre todo los aspectos divinos de las instituciones, y eso era lo intolerable. El gran mérito, por decirlo así, del cristianismo fue separar definitivamente el mundo de lo objetivo y cívico, del mundo espiritual y religioso. El cristianismo fue la primera religión laica: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Es por eso, como ha señalado con acierto Fernando Savater, que hoy resulte un tanto paradójico en la Unión Europea el empeño de ciertos grupos políticos de mencionar en la Constitución las raíces cristianas de Europa… cuando precisamente una de las principales raíces cristianas de Europa es la desaparición de la religión del espacio político: ése fue el mérito del cristianismo. Jesús, en cierto modo, fue un laico. La Iglesia original no entra en contradicción con la laicidad, sino que la fomenta. Reintroducir la religión como justificación del espacio público sería paganizar el cristianismo, del mismo modo que considerar a la Iglesia un adversario político, como hacen los partidos progresistas, se sitúa en el lado radicalmente contrario del laicismo que dicen defender.

Otra de las grandes aportaciones del cristianismo fue presentar un Dios encarnado. El evangelio de San Juan dice que Dios se hizo carne, logos sarx egenito, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, provocando el mayor trastorno en la historia de las religiones. Dios está entre los pucheros, por decirlo con las palabras castizas de Santa Teresa. El cristianismo nació con esa originalidad que duró hasta el siglo IV. A partir de la visión de Constantino, cuando el dedo divino escribió en el cielo aquellas palabras: con esta señal vencerás, se hizo la mayor perversión de la cruz primitiva, que se convirtió en símbolo. Poco después, con el edicto de nuestro segoviano Teodosio en el 381, el cristianismo pasó a ser oficialmente la única religión verdadera y todas las demás fueron declaradas clandestinas. Desde entonces,la Iglesia no volvió a creer más en Cristo vivo, sólo en el muerto.

666, el número de la bestia

¿Sabía usted que el monumento al Ángel Caído del Retiro se encuentra a una altitud topográfica oficial de 666 m. sobre el nivel del mar?

El escultor madrileño Ricardo Bellver (1845–1924) ganó con esta obra incomparable el Primer Premio en la Exposición Nacional de Bellas Artes, celebrada en Madrid en 1878.

En el catálogo aparecen mencionados unos versos de El Paraíso Perdido, de John Milton, en los que está inspirado el monumento, entresacados de la tercera y cuarta estrofas del canto I: “Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado” (Milton, El paraíso perdido, canto I).

Pero hay otro Ángel Caído en Madrid (o más bien, estrellado…). Está en la calle Milaneses, esquina calle Mayor, desde el año 2005, en pleno centro de Madrid.  Se trata de un hombre alado, un ángel, quien sabe, con el cráneo aplastado contra el cemento. Nada tiene que ver esta estatua, que la gente llama “el otro ángel caído”, con la del Retiro, y mas si escuchamos a su autor Miguel Ángel Ruiz (madrileño de 45 años y rockero), cuando nos describe la historia: Hace miles de años, un ser alado, salió a dar un paseo por el cielo, y tras su largo paseo, regresaba volando de espaldas para disfrutar de los rayos del sol, pero no se percató de que en el prado del que había partido, había crecido una gran cuidad, produciéndose el Accidente Aéreo, que así se titula la obra en cuestión.

Postmodernidad y relativismo

Una de las principales manifestaciones del pensamiento postmoderno y relativista es el pensamiento débil propugnado por los filósofos de las escuelas de los setenta hasta la fecha. La fórmula es atractiva, pues apela a nuestra tendencia a ponernos de parte del débil frente al fuerte, al que por medio de una metonimia casi automática identificamos con el mal, la prepotencia y la agresión. Pero no hay que confundir la fuerza, que es la capacidad de mover o modificar algo, con el abuso de dicha capacidad, que es una cuestión moral. De hecho el pensamiento más fuerte en sentido literal del que disponemos, el más operativo, es el pensamiento científico, que es a la vez el menos dogmático.
La ciencia no pretende enunciar nunca verdades absolutas y definitivas, sino sólo conclusiones provisionales. Nos propone modelos parciales continuamente sometidos a revisión, y en ello reside su enorme fuerza transformadora. La ciencia no es dogmática, precisamente porque se basa en el conocimiento objetivo, el que se refiere a los objetos, al contrario que el mero subjetivismo, que sólo defiende la verdad del punto de vista, pues, contra la creencia habitual, ahí es donde reside el fanatismo. Nada que ver tampoco con las teorías sociopolíticas o psicológicas que pretenden explicarlo todo a partir de una serie de principios generales, teorías que los postmodernos han criticado sobradamente con razón. En realidad, eso ha sido el pensamiento postmoderno y relativista.
Pero cayendo después en el error contrario. Si no es posible explicar todo completamente, no es posible explicar nada. Como intentan imponernos formas de pensar rígidas y sistemáticas, no hay que aceptar ninguna disciplina. Así los postmodernos han terminado por convertir el relativismo en dogma de fe. Pretenden liberarse de todas las ataduras, de todas las reglas, pero al contrario de los surrealistas (también ellos discípulos en parte de Marx y Freud), no quieren admitir que eso sólo es posible en el inaprensible mundo de los sueños, donde el pensamiento confunde independencia con espontaneidad, y de ahí, veracidad con sinceridad y, para sentirse más libre, acaba aleteando en el vacío, como la paloma de Kant.

Océanos de tiempo y el espacio mirándose el ombligo

“He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”, son las incomparables palabras que escuchan como venidas del inframundo los deprotegidos oídos de Mina Harker, de soltera Mina Murray, de labios del conde Vlad Draculea, de soltero el Príncipe de las tinieblas, una de las mejores frases-hachazo que se han podido oír en una sala de cine. Pero no en una novela, porque es mérito de los guionistas de la versión de Coppola y no de Bram Stoker, pues no aparece en la obra maestra del escritor irlandés, menos romántica que la película, pero más negra que la boca de un lobo.