Postmodernidad y relativismo

Una de las principales manifestaciones del pensamiento postmoderno y relativista es el pensamiento débil propugnado por los filósofos de las escuelas de los setenta hasta la fecha. La fórmula es atractiva, pues apela a nuestra tendencia a ponernos de parte del débil frente al fuerte, al que por medio de una metonimia casi automática identificamos con el mal, la prepotencia y la agresión. Pero no hay que confundir la fuerza, que es la capacidad de mover o modificar algo, con el abuso de dicha capacidad, que es una cuestión moral. De hecho el pensamiento más fuerte en sentido literal del que disponemos, el más operativo, es el pensamiento científico, que es a la vez el menos dogmático.
La ciencia no pretende enunciar nunca verdades absolutas y definitivas, sino sólo conclusiones provisionales. Nos propone modelos parciales continuamente sometidos a revisión, y en ello reside su enorme fuerza transformadora. La ciencia no es dogmática, precisamente porque se basa en el conocimiento objetivo, el que se refiere a los objetos, al contrario que el mero subjetivismo, que sólo defiende la verdad del punto de vista, pues, contra la creencia habitual, ahí es donde reside el fanatismo. Nada que ver tampoco con las teorías sociopolíticas o psicológicas que pretenden explicarlo todo a partir de una serie de principios generales, teorías que los postmodernos han criticado sobradamente con razón. En realidad, eso ha sido el pensamiento postmoderno y relativista.
Pero cayendo después en el error contrario. Si no es posible explicar todo completamente, no es posible explicar nada. Como intentan imponernos formas de pensar rígidas y sistemáticas, no hay que aceptar ninguna disciplina. Así los postmodernos han terminado por convertir el relativismo en dogma de fe. Pretenden liberarse de todas las ataduras, de todas las reglas, pero al contrario de los surrealistas (también ellos discípulos en parte de Marx y Freud), no quieren admitir que eso sólo es posible en el inaprensible mundo de los sueños, donde el pensamiento confunde independencia con espontaneidad, y de ahí, veracidad con sinceridad y, para sentirse más libre, acaba aleteando en el vacío, como la paloma de Kant.