Embriones, a las puertas del paraíso

Umberto Eco escribió en 2005 este artículo acerca del tipo de alma presente en el embrión, según la visión de Santo Tomás de Aquino, «Embriones, a las puertas del paraíso». No hace falta decir que mantiene toda su vigencia:

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Recientemente, el politólogo y editorialista del diario Il Corriere della Sera, Giovanni Sartori, ha intervenido en términos filosóficos en la cuestión de los embriones y del inicio de la vida, citando ampliamente la posición denominada «creacionista» de Santo Tomás de Aquino.
Se trata de una posición que algunos autores laicos ya habíamos recordado (yo, por ejemplo, hablé al respecto en una columna mía de septiembre de 2000), pero que curiosamente nunca ha sido retomada en los ambientes fundamentalistas católicos.
La posición de Tomás (que en el curso de los siglos la Iglesia nunca ha negado expresamente, mientras que sí ha condenado la posición opuesta de Tertuliano) es la siguiente: los vegetales tienen un alma vegetativa, que en los animales es absorbida por el alma sensitiva, mientras que en los seres humanos estas dos funciones son absorbidas por el alma racional, que es la que hace que el hombre esté dotado de inteligencia y lo constituye en persona como «sustancia individual de una naturaleza racional».
Tomás tiene una visión muy biológica de la formación del feto: Dios introduce el alma solo cuando el feto adquiere, gradualmente, primero el alma vegetativa y, a continuación, el alma sensitiva. Solo entonces, en un cuerpo ya formado, se crea el alma racional (Suma teológica, I, 90). El embrión tiene solo alma sensitiva (Suma teológica, I, 72, 3 y I, 118, 2).
En la Suma contra los gentiles (II, 89) se dice que la generación es un proceso gradual, «a causa de las formas intermedias de las que el feto está dotado desde el principio hasta su forma final».
Y por eso, en el Suplemento a la Suma teológica (80, 4), se lee esta afirmación que hoy suena revolucionaria: «Tras el Juicio Universal, cuando los cuerpos de los muertos resuciten para que nuestra carne participe de la gloria celestial (momento en que ya, también según San Agustín, volverán a vivir en la plenitud de una belleza y una integridad adulta no solo los que nacieron muertos sino también, en forma humanamente perfecta, los engendros de la naturaleza, los mutilados, los concebidos sin brazos o sin ojos), pues bien, en esa «resurrección de la carne» no participarán los embriones, al no habérseles infundido todavía el alma racional y, por lo tanto, no ser «seres humanos».
Se puede decir que la Iglesia, a menudo de forma lenta y subterránea, ha cambiado tantas posiciones en el curso de su historia que podría haber cambiado también esta. Ahora bien, lo singular es que aquí estamos ante una tácita desautorización no de una autoridad cualquiera, sino de la Autoridad por excelencia, de la columna maestra de la teología católica.

071c_Santo_Tomas_de_Aquino_(L'Hermitage_San_Petersburgo_Rusia) Las reflexiones que nacen al respecto llevan a conclusiones curiosas. Sabemos que durante mucho tiempo la misma Iglesia Católica se ha resistido a la teoría de la evolución, no tanto porque parecía estar en contraste con el relato bíblico de los siete días de la creación (sobre esto ya estaban de acuerdo los comentaristas antiguos: la Biblia habla mediante metáforas y expresiones poéticas, y siete días podrían incluso querer decir siete millones de años), sino porque anulaba el salto radical, la diferencia milagrosa entre formas de vida prehumanas y la aparición del Hombre, porque anulaba la diferencia entre un mono, que es animal, y un hombre que ha recibido un alma racional.
Paulatinamente, la Iglesia no digo que ha sostenido pero sí admitido el darwinismo con tal de que se reconociera que, en la continuidad de la cadena de la vida desde el primer organismo unicelular hasta Adán, se introducía una rotura, el momento en que a un ser vivo se le otorga un alma inmortal.
Solo los fundamentalistas protestantes han seguido teniéndole horror a la hipótesis evolucionista (y algún que otro incalificable asesor de nuestro Ministerio de Educación, vista la propuesta de cancelar el darwinismo de los programas escolares).
Está claro que la batalla ciertamente neofundamentalista sobre la pretendida defensa de la vida, por la que el embrión es ya ser humano en cuanto que en el futuro podría llegar a serlo, parece llevar a los creyentes más rigurosos a la misma frontera de los antiguos materialistas evolucionistas de antaño: no hay una fractura (la que define Santo Tomás) en el curso de la evolución de los vegetales a los animales y a los hombres, la vida tiene toda el mismo valor.
Y, efectivamente, Giovanni Sartori, en su polémica, se pregunta si no se estará generando una cierta confusión entre la defensa de la vida y la defensa de la vida humana, porque defender a toda costa la vida en todos los ámbitos y con cualquier forma con la que se manifieste llevaría a definir como homicidio no solo derramar el propio semen con finalidades no procreativas, sino también comer pollos y matar mosquitos, por no hablar del respeto debido a los vegetales.
Conclusión: las actuales posiciones neofundamentalistas católicas no solo tienen un origen protestante (que sería lo de menos) sino que llevan a reducir el cristianismo a posiciones a la vez materialistas y panteístas, y a esas formas de «panpsiquismo» oriental por las que ciertos gurús viajan con una gasa en la boca para no matar a microorganismos al respirar.
No estoy emitiendo juicios de valor sobre una cuestión sin duda muy delicada. Estoy anotando una curiosidad histórico-cultural, una curiosa inversión de posiciones. Debe de ser la influencia del New Age.

Umberto Eco, escritor y semiólogo italiano, es autor de las novelas El Nombre de la Rosa, El Péndulo de Foucault, Baudolino; ha publicado en este año La misteriosa llama de la reina Loana. Traduccion de Helena Lozano Miralles.