Salvador Dalí: «Tengo miedo de morir por un exceso de satisfacción»

Un inventario de los primeros promotores del surrealismo no sería completo sin la mención del pintor español Salvador Dalí (1904-1989), movimiento en el que participó activimente entre 1929 y 1936. Además, fue el único surrealista que magnificó la gloria personal, el oro, la monarquía y Dios. Sus referencias plásticas a otros artistas como Pablo Picasso (1881-1973), Giorgio de Chirico (1888-1978), Max Ernst (1891-1976), Joan Miro (1893-1983) o René Magritte (1898-1967) caracterizaron sus obras de los primeros tiempos, a la vez que su constante empleo de la técnica académica de los contemporáneos de Justin Aurele Meissonier (1694-1750). El sorprendente resultado fue una colección de delirantes imágenes repletas de fantasías oníricas: relojes blandos, personajes con párpados sostenidos por muletas y atrofia o hipertrofia de los miembros. Todo este carnaval para-freudiano, acomodado a una teoría llamada «paranoico-crítica», sirvió de trampolín a una gloria comercial que se apoyaba en la extravagancia de su vestimenta y la exuberancia de sus bigotes. Justamente, el 20 de julio de 1938, tras un encuentro con el pintor, Sigmund Freud (1856-1939) anotó en su diario: «Hasta entonces me sentía tentado de considerar a los surrealistas, que aparentemente me han elegido como santo patrón, como locos integrales (digamos al 95%, como el alcohol puro). Aquel joven español, con sus espléndidos ojos de fanático e innegable dominio técnico, me movió a reconsiderar mi opinión». Por su parte, el artista realizó asombrosos y alucinantes retratos del considerado «santo patrón» de los surrealistas. Sin embargo en 1941, André Bretón (1896-1966) -fundador del movimiento surrealista- puso en su lugar a la obra de Dalí en estos términos: «A despecho de una innegable ingeniosidad en la realización de su propio escenario, la obra de Dalí, desfavorecida por una técnica ultrarretrógrada y desacreditada por una indiferencia cínica con respecto a los medios de imponerla, ha dado desde hace mucho tiempo signos de pánico y no se ha salvado más que organizando su propia vulgarización. Hoy cae en el academicismo -un academicismo que por su sola autoridad se declara clasicismo- y desde 1936, por otra parte, ha dejado de tener la menor relación con el surrealismo». A partir de allí, algunos surrealistas mantuvieron contra Dalí una enconada polémica que llegó hasta el día de su muerte, acusándolo de coquetear con los fascismos, hacer gala de un catolicismo delirante y sentir una pasión desmedida e irrefrenable por el dinero. A pesar de todo, Dalí continuó intentando variados métodos para plasmar en su obra sus más profundas inquietudes. Había declarado: «Durante el período surrealista, he deseado crear la iconografía del mundo interior, el mundo maravilloso de mi padre Freud; lo he logrado». Su siguiente influencia fue la ciencia: la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein (1879-1955), el Principio de Incertidumbre de Werner Heisenberg (1901-1976), los experimentos nucleares, la holografía, la naturaleza de la luz, la física cuántica. Esto lo llevó a relacionarse con físicos y matemáticos de la época -el célebre Ilya Prigogine (1917- 2003) fue uno de ellos- y a volcar en casi toda su obra estas inquietudes. Entonces declaró: «Estoy estudiando; quiero encontrar la manera de transportar mis obras a la antimateria. Si los físicos producen antimateria, les está permitido a los pintores, ya especialistas en ángeles, pintarla. En la actualidad, el mundo exterior -el de la física- ha trascendido al de la psicología. Mi padre, hoy, es el doctor Heisenberg». Una curiosa mezcla de religiosidad y ciencia marcó los principios rectores de su obra: «Aunque no sea científico debo confesar que los acontecimientos científicos son los únicos que guían mi imaginación, al mismo tiempo que ilustran las intuiciones poéticas de los filósofos tradicionales hasta el punto de conseguir una belleza deslumbrante de determinadas estructuras matemáticas y de aquellos momentos sublimes de abstracción que vistos a través de un microscopio electrónico aparecen como virus de forma poliédrica». Entre sus obras más conocidas figuran «El gran masturbador», «La persistencia de la memoria», «Adecuación del deseo», «Placeres iluminados», «Premonición de la guerra civil», «Leda atómica», «Cristo de San Juan de la Cruz» y «La batalla de Tetuán». Miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes desde 1979, Dalí tuvo una técnica pictórica que se caracterizó por un dibujo meticuloso, una minuciosidad casi fotográfica en el tratamiento de los detalles, con un colorido muy brillante y luminoso.

Jean Francois Fogel, periodista de la revista francesa «L’Express» que lo entrevistó en marzo de 1971, dijo tras el encuentro que «Dalí es un hombre lleno de dinero y orgulloso de ello, pero también es un pintor de talento. Si no lo fuera ya habría sido empujado hacia el olvido. Pero como lo es, ha procurado publicitarse con infinitos pronunciamientos insolentes contra todas las cosas de este mundo, exceptuando desde luego su propia persona». La versión en castellano de esa entrevista fue publicada en el nº 206 de la revista «Panorama» del 6 de abril de 1971. En ella se puede apreciar no sólo la insolencia sino también la confusa ideología del artista figuerense, conformada por un manojo de insensateces reaccionarias y algunos disparates inclasificables.

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Salvador Dalí, para mucha gente usted es uno de los más grandes pintores vivientes, un maravilloso grabador, una inteligencia notable. Pero buena parte del público lo considera un mistificador arrebatado, que busca apasionadamente la publicidad. Usted mismo, ¿cómo se define?

Soy uno de los raros artistas contemporáneos que siempre han rehusado pertenecer a un partido o a una agrupación política cualquiera. La historia constituye mi pasión porque es «la categoría» por excelencia, mientras la política sólo es la anécdota efímera de la Historia.

Dentro de la historia de la pintura, ¿acaso no es, usted también, una anécdota efímera?

Le dije y lo repito, considero que como pintor soy un artista mcdiocre. Mi mujer, Gala, me encuentra mucho más talento del que yo mismo me encuentro. Cuando me comparo con los grandes pintores del pasado, Vermeer, Velázquez y hasta Gérard Dou, a quien acabo de descubrir en el Petit Palais, en la exposición del Siglo de Rembrandt, me considero una verdadera catástrofe artística. Pero si, a la inversa, me comparo con mis contemporáneos, entonces, evidentemente, soy el mejor. No es que sea bueno. Pero los otros o tan malos que la comparación se revela imposible.

¿En qué pintores piensa? ¿En Picasso?

En todos. Poseen dos cosas terribles. Primero, la lógica, heredada de Descartes, que es una catástrofe. Segundo, lo que se llama el buen gusto. Con eso se ha construido todo un mito de la pintura moderna, absolutamente ilegítimo.

¿Por qué es enemigo de Descartes y del sistema cartesiano?

Porque Descartes basó todo en los fenómenos tradicionales de la inteligencia, y la inteligencia está produciendo su quiebra por doquier.

¿Puede precisar los signos de esa quiebra?

Habría que preguntárselo al príncipe de Broglie, o a Heisenberg. Los escritos de Heisenberg muestran la quiebra total de la inteligencia.

Usted mismo, ¿se considera inteligente?

Soy un monstruo de inteligencia. En una sociedad como la nuestra, sería peligroso que hubiera muchos Picasso y Dalí. Felizmente, no es el caso.

¿Lamenta ser inteligente?

Lo lamento por mi pintura. Pintores mucho menos geniales que yo, por ejemplo Gérard Dou, pudieron ir mucho más lejos a causa de su misma mediocridad. Eso me impresionó al ver, en el Petit Palais, el cuadro que representa «La mujer hidrópica». La revelación de Dou es realmente el camino a Damasco de Dalí.

¿Por eso se modificará su pintura?

Totalmente. Como dije cien veces, adoré a Vermeer. Para mí era el más grande de todos los pintores. En Gérard Dou nunca quise siquiera detenerme, por oposición a mi padre, que siempre me decía: «Dou es el mejor». Pero mi padre hace rato que murió. Y el otro día, en el Petit Palais, por primera vez en mi vida miré realmente los cuadros de ese Dou que -después lo supe- fue uno de los pintores favoritos de Luis XIV. Y entonces me encandilé. Todo lo que antes dije sobre Meissonier, sobre los pintores pedestres: cero. El máximum del arte pedestre estaba allí, en ese cuadro de «La mujer hidrópica», pintado sin pretensión alguna, pero con una nobleza que lo supera todo, una cantidad de matices tal que no se puede imaginar que un ojo humano los hubiera advertido. La fotografía jamás será capaz de sutilezas semejantes. Es la voluptuosidad total. Indiscutiblemente, ése es el camino a seguir.

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¿Reniega de Vermeer?

En absoluto. Es mucho más genial que Dou. Sólo que se mete en lo que no le concierne. Tiene una visión cósmica de las cosas. Después de haber mirado las obras de Dou, fui a ver «La bordadora» de Vermeer, que representa, como usted sabe, a una joven clavando en un cojín una aguja inexistente, sólo sugerida. Golpe teatral: me decepcionó. Es demasiado abstracto, demasiado moderno. Dou se atiene a lo que ve, a la visión puramente biológica de las cosas: el papagayo que el médico está examinando, los juegos de luz sobre una cortina. Mira y se contenta con reproducir lo visto mediante su pincel, lo más honestamente posible.

¿Está por la honestidad en la pintura?

Por la honestidad en todo.

¿Cuál es su definición de la pintura?

Fui el único, en pleno período surrealista, que lo dijo: «La pintura es la fotografía en color al pincel». Nada hay más surreal que la realidad. La existencia de la realidad es la cosa más misteriosa, más sublime y más surrealista que se dé. Pinté, dos veces en mi vida, cestas de pan. Creía que eran los cuadros menos surrealistas de toda mi obra, ya que sólo había cestas con pan adentro. Pero acabo de descubrir, leyendo a Michel Foucault, el sentido esotérico de la cesta. Ambas naturalezas muertas que, a mis ojos, en el momento en que las pintaba, no tenían ninguna trascendencia, quizás sean lo más surrealista que hice.

¿Se puede ser surrealista sin saberlo?

Sobre todo sin saberlo. Además, ésa era la opinión de Freud. Un día pretendió, ante mí, que los surrealistas no le interesaban. Y como me asombré, sabiendo de qué manera se fundamentaban en él, me dijo: «Prefiero los cuadros en los que no hallo ninguna huella aparente de surrealismo. A esos sí, los estudio. Allí encuentro tesoros del pensamiento subconsciente».

Pero usted pertenece más bien a la categoría contraria. En sus cuadros más famosos, «La metamorfosis de Narciso», que está en la Tate Gallery de Londres o en «El enigma de Guillermo Tell», en Estocolmo, el subconsciente se ostenta por doquier, dominan los temas psicoanalíticos.

¡Ay, sí! Con todo soy producto del surrealismo consciente. Pero ahora que descubrí a Gérard Dou, todo eso va a cambiar.

¿Cómo pintará en adelante?

Quiero hacer cuadros surrealistas sin saberlo, como las cestas de pan. Y, para comenzar, pintaré el retrato de Gala, mi mujer, el ser a quien más amo, con el vestido de Dios que llevaba la noche de Navidad. Un vestido de lamé formado por minúsculas escamas de todos los colores. La cosa más difícil de pintar del mundo. Me tomaré el tiempo que haga falta. Será el cuadro más caro del mundo.

¿Qué piensa de quienes coleccionan sus cuadros?

Son personas que tienen un enorme sentido práctico. Aunque sólo se hable de arte abstracto, pretender que la fotografía reemplazó a la pintura … ¡Usted vio lo que pasó en Londres con la venta del Velázquez! Entre una fotografía, así sea la mejor, y un cuadro ultrafigurativo y verdaderamente pedestre como «El esclavo» de Velázquez, hay sin embargo una diferencia de treintiún millones de francos.

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¿Piensa que las personas que compran Dalí hacen una buena inversión?

Pregúnteselo al señor Morse, que va a abrir un museo Dalí en Cleveland. Realmente parece nadar en el contento.

La gran retrospectiva de su obra que tuvo lugar a principios de año, en Rotterdam, atrajo a cinco mil visitantes por ala. Sobre todo a jóvenes. ¿Lo sorprende?

No, no me sorprendió para nada, después de lo que vi en Nueva York. Los jóvenes, los hippies, cuando les muestran Cezanne, no le dan bolilla. Pero tienen una suerte de frenesí por los prerrafaelitas, por los cuadros pedestres. Les gusta lo que hace bien a la vista. Estoy seguro que adorarían a Gérard Dou.

¿Se siente próximo a los hippies norteamericanos?

Al contrario. Son los hippies de San Francisco y de otras partes quienes se sienten próximos a mí. Como decía Eluard. «Poeta no es el que está inspirado, sino el que es capaz de inspirar a los demás». Timothy Leary, sacerdote del LSD, dijo que Dalí era el primer pintor LSD sin LSD. Jamás tomé droga alguna. A pesar de eso, todos los hippies reconocen en mí algo de su inquietud y su horror por la cultura burguesa.

En su ciudad natal, en Figueras, Cataluña, tendrá este año su propio museo. ¿No es eso una manifestación de la cultura burguesa? ¿Qué piensan sus conciudadanos?

En mi museo de Figueras acabo de pintar un cielo raso. Representa a Dalí -es muy tradicional- con cajones. Tengo un cajón en el vientre, otro en el pecho, un tercero en los talones. Todos los cajones están abiertos al revés. De ahí sale una lluvia de monedas de oro que caen generosa e hipócritamente (es un trampantojo) sobre la cabeza de mis conciudadanos. Están chochos.

A su entender, ¿sirve para algo un museo?

Es uno de los medios más seguros de aumentar mi fortuna y la de mi país.

¿Con esa sóla intención creó su museo de Figueras?

Para mí, la idea que prima siempre es el dinero. Pero un museo ofrece una multitud de otras amenidades. Es un centro de cretinización incomparable. Cuadros con títulos falsos, visitantes en procura de explicaciones, indagadores que prosiguen sus investigaciones, psicoanalistas que examinan si en tal épca yo era más loco que en tal otra… Todo eso representa un atractivo incalculable.

Cuando responde a reportajes, cuando hace publicidad por televisión, ¿tiene el sentimiento de favorecer lo que llama «la cretinización del público» o, por el contrario, de despertarla? ¿O se burla totalmente de él?

Como soy rico y doy de mamar a todos con una generosidad sin límites, las tres cosas son verdad. Trato de cretinizar a la gente en la medida en que puedo, porque los cretinos son una de mis pasiones. Los auténticos cretinos, los gelatinosos, los revulsivos, completamente retardados, llenos de baba y de saliva. Al mismo tiempo, me las arreglo para dar siempre una patada en la pierna derecha de la sociedad. Si quiere que la gente lo recuerde, siempre hay que darle, en la primera juventud, una patada en la pierna derecha. Me resulta muy voluptuoso cretinizar a la gente Pero también despertarla.

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¿Cómo la despierta?

Recibiendo a «L’Express», por ejemplo.

¿No le parece que es una empresa de cretinización suplementaria?

¡No, no y no! Por lo demás, cretinizo, despierto y, después, me «ne frego»: todo me da absolutamente lo mismo. A este respecto, querría añadir una precisión. Mientras usted me interroga, pienso, no dejo de pensar en otra cosa. En días o meses, puede que diga exactamente lo contrario de lo que acabo de decir. Así, durante cinco años, hablé mucho de hibernación. Un día viene a verme el doctor Laborit y me dice: «Querido maestro, hablemos de la hibernación». Le respondí: «Lo lamento, pero ya no me interesa». Soy un poco como ese filósofo que preparaba su propia tumba, en Figueras. Quería un panteón extraordinario. Cada vez que veía a su contratista, le hablaba horas del asunto. Un día el contratista le dijo: «Señor, encontré el lugar ideal. Ante un paisaje maravilloso, sin tramontana ni humedad y, lo que es mejor, barato». El filósofo responde: «Ya no me interesa». Golpe teatral. «¿Por qué, pues?», inquiere el contratista. «Acabo de reflexionar -explica el filósofo-. ¿A qué todo esto, si no muero?».

En sus libros habló pésimamente de Le Corbusier. Lo llamó Corbu/sarnoso, Corbeau/cuervo, etcétera. Afirmaba que él se habla equivocado totalmente con el hormigón armado. ¿Siempre es de esa opinión?

Me pasó algo sorprendente a propósito de Le Corbusier. Un día que estaba en la estación de Perpiñán, me cruzó una idea por el espíritu: «Le Corbusier, la inteligencia más pesada del mundo, está ahogándose». Lo comuniqué al señor Pagés, inventor de la antigravitación, con quien acababa de encontrarme. Justo en ese momento llega un periodista que me hace saber la muerte de Le Corbusier. Ahogado. Entonces, de inmediato, encargué un manojo de flores. Después, todos los años las hice llevar a su tumba. Estoy seguro de que es el único ramo de flores espléndidas que él recibe. Soy muy «gentleman». Ni bien muere uno de mis enemigos, lo tapo de flores. Para que, si realmente está en alguna parte, trabaje para mí.

¿Todavía tiene grandes enemigos vivos?

Creo que ninguno. Pero querría que el mundo entero fuese mi enemigo. Las personas inteligentes que están contra mí son muy estimables. Lo peor, lo terrible, son las personas tontas que me defienden. Los subdalinianos.

¿A qué escritor estima más?

Según mi parecer, el mayor genio es Raymond Roussel, es decir, exactamente lo contrario de Julio Verne. Considero a Julio Verne uno de los cretinos más fundamentales de nuestra época. Embarcó a la humanidad en las chiquilinadas… Empezando por la conquista del espacio, donde no hay absolutamente nada que encontrar, ya que todo el Universo converge hacia la Tierra, y la Tierra es el único planeta donde se manifiesta ese fenómeno inaudito que se llama vida. ¿Para qué conquistar la Luna si, inclusive en nuestro planeta, hay muchos terrenos que no valen nada? La única sección importante de la Tierra es, en definitiva, la región comprendida entre Figueras y Tolosa. Pero inclusive allí hay realmente muy pocas cosas que valgan la pena. Todo lo importante está concentrado en los alrededores de la estación de Perpiñán.

Para usted, la estación de Perpiñán, ¿es el centro del cosmos?

Es el lugar que resistió en el momento más trágico de nuestra historia geológica, el momento cuando se formó el golfo de Vizcaya. Cuando los continentes se separaron, se formó el golfo de Vizcaya, Si los Pirineos, en el paraje exacto donde se encuentra la estación de Perpiñán, no hubiesen resistido en ese momento, nos rodearía todo tipo de animales, y jamás habría habido ni Vermeer, ni Velázquez, ni el general Franco, ni Dalí, ni nada.

Admitiendo que sea verdad lo que dice, y que la suerte del planeta haya dependido realmente de esa punta de terreno, ¿por qué es tan importante, aún hoy, a sus ojos?

Porque los fenómenos de orden geológico que acabo de evocar fueron seguidos allí por fenómenos de la cultura humana. Estoy estudiando por qué hay que restaurar la monarquía en Rumania. Muy simplemente, porque vino un día un señor, de Sevilla, e inventó Rumania. ¿Quién? El emperador Trajano. Por lo demás, todo esto está escrito con diáfana claridad en la columna trajana, en Roma, que es la primera dibujada en el mundo. Si las personas, en lugar de leer las columnas de los diarios, cuya información es lamentable, tuvieran la paciencia de leer la columna trajana, comprenderían muchas cosas. Y, ante todo, que la columna trajana fue esculpida por andaluces, es decir los Picasso de los tiempos de Trajano.

El placer, la fiesta, ¿qué papel desempeñan en su vida?

Un papel esencial. Creo que la vida debe ser una fiesta continua. Estoy contra Descartes porque era un señor que pensaba. Yo jamás pienso, juego. El hombre a quien más detesto en el mundo, se lo voy a decir, es Auguste Rodin. Porque es el autor de una escultura abominable que representa a un pensador, la cabeza apoyada en una mano. En esa posición nunca se puede crear. Ni defecar. Sólo se puede crear a condición de jugar. Los mayores cornudos de todos los tiempos, son personas como Rodin, Descartes y, sobre todo, como Karl Marx. Ahí tiene un tipo que pasó no sé cuántos años escribiendo «El Capital». Todo lo que dijo es el revés de la realidad. Entre otras cosas, predijo la lucha de clases: ya no las hay porque las clases desaparecen. Por el contrario, él no había previsto la verdedara lucha de nuestra época, es decir la lucha de las razas. Sobre China, Japón, Israel, el mundo árabe, etcétera: nada, ni una palabra. Eso no tiene nada de sorprendente. Karl Marx, como Descartes, era un individuo de tipo respiratorio. Los digestivos son de tipo mucho más interesante.

¿Y usted, se clasifica entre los digestivos?

Yo digiero cada vez con mayor satisfacción. Descubrí que el momento más importante en la vida es el momento de la excreción. Una cosa que me revuelve es la trivialidad de las letrinas. Sea Kruschev, Stalin, todo el mundo está reducido a utilizar las mismas.

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¿Querría cambiar eso?

Proyecté una suerte de sitial. Lo dibujé. Voy a exponerlo. Son delfines. En el «sepulcrum» de los romanos, dos delfines se entrelazaban por la cola. Yo pongo los delfines lomo contra lomo, la cola para abajo, ambas cabezas al aire. De modo que se pueda utilizar cada boca para su uso específico. Eso me recuerda una historia maravillosa que me contó el poeta Federico García Lorca. Su amigo, el compositor Manuel de Falla, era muy meticuloso, muy maníaco. Un día le dijo a Lorca: «Me voy para un concierto. ¿Puedes prepararme la valija?». Y añade: «Toma esta tabla y ponla en el medio». «¿Para?». «Porque jamás hay que mezclar lo que toca las partes nobles del cuerpo con calzoncillos y medias. Siempre las separo en mi valija».

Volvamos a la fiesta. ¿Qué significa esa palabra para usted?

Para mí, la fiesta es el fuego de artificio constante. Es encontrar a gente a quien se ve muy poco, decirle cosas que la influyan, hacerla cambiar de opinión, trastornarla, cretinizarla, volverla más inteligente. Embellecer a los feos y afear a los bellos. Es manipular a la gente de mi época divirtiéndola.

¿Cómo soporta la soledad?

Nunca estoy solo. Tengo la costumbre de estar siempre con Salvador Dalí. Créame, eso es una fiesta permanente.

¿Pintar forma parte de la fiesta?

¡Y no! En mi casa, en Port Lligat, cuando pinto sigo los consejos de Rafael, que decía: «Cuando se quiere lograr algo, hay que pensar siempre y sobre todo en otra cosa». Por ende, cuando pinto, siempre está Gala que me lee libros. No escucho lo que lee, porque escucho la música que, al mismo tiempo, suena en el combinado. Pero, a decir verdad, tampoco escucho la música. Porque pienso en otras cosas. Al cabo de la jornada, me hallo muy sorprendido de lo que hice, sin saber cabalmente cómo salió. Cada cuadro es el producto de una fiesta perpetua de mi espíritu.

¿La técnica no le da trabajo?

No me preocupo por eso. Quienes se preocupan por la técnica yerran en todo.

¿De dónde sacó la suya? ¿La aprendió en la escuela?

Frecuenté la Escuela de Bellas Artes de Madrid, una de las mejores escuelas del mundo. Pero no aproveché las lecciones que allí me daban porque en ese momento hacía cubismo. A pesar de todo, algo debió quedarme. Un día, alguien me dijo: «Tiene una técnica absolutamente extraordinaria; tendría que escribir un libro sobre la técnica». Entonces, escribí ese libro. Jugando. Inventé recetas completamente fantasiosas. Ahora, cuando quiero pintar algo, me refiero a ese libro escrito en broma. Lo que quiere decir que en el fondo, yo jamás bromeo. A veces, digo cosas para asombrar a los periodistas, para chocar. A menudo, lo que dije en chiste se revela más verídico que lo que creía serio.

Usted habla de su fiesta personal, pero, ¿no pinta jamás sus cuadros para el placer ajeno?

No, no. El objetivo de los cuadros, de veras, es puramente comercial. Una frase de Gustave Moreau me impresionó mucho: «Dejo de pintar mi pedazo, decía, solamente cuando veo que el oro surge de la punta de mi pincel». Yo observo eso al pie de la letra. Inclusive los pescadores de Cadaqués lo dicen: «Ese cerdo de Dalí, con su pincelito, hace oro». Soy místico como todos los españoles. Ser místico es hacer oro.

¿No es ese amor por el oro el que lo malquistó con los surrealistas y especialmente con André Breton?

Yo digo con Luis XIV: «El surrealismo soy yo». Todos los demás se engañaron, porque eran románticos. Dicho lo cual, me asombré mucho cuando recibí la participación de la muerte de André Breton, al leer allí: «Buscó el oro del tiempo». Eso me pareció muy curioso, viniendo de un hombre que tanto me había acusado de avidez y que, para designarme, había inventado él sobrenombre «Avida Dollars», anagrama de Salvador Dalí. Entonces pensé: «El buscó el oro del tiempo, y yo lo encontré».

¿Qué lo autoriza a decir que el surrealismo es usted?

Soy el único surrealista verdaderamente salido del romanticismo. Los otros, con su romanticismo, provocaron todas las catástrofes. La invasión de Hitler es el producto del surrealismo, la revolución de mayo de 1968 también. Yo soy el único surrealista clásico que vive cerca del Mediterráneo, en regiones claras, mientras que todos los demás están enmarañados por el romanticismo alemán.

Usted no era hostil a Hitler.

Es una calumnia. Ni bien llegó Hitler, me apuré a irme. Pero en pleno surrealismo, yo decía a los surrealistas: «Si son surrealistas, si aman el romanticismo, y sobre todo el romanticismo alemán e irracional, entonces amen a Hitler, que es un loco, un ser delirante total». En esa época, yo mismo soñaba con Hitler, estaba apasionado por la espalda de Hitler. De igual manera, en otro momento, estuve apasionado por Lenin. Hitler me parecía tener una espalda muy comestible. De haber podido, hubiera extraído de la espalda de Hitler una porción, como una porción de queso. La vaca se ríe. Seguro, esa era una reacción puramente irracional y surrealista. Yo habla previsto el fin de Hitler con dos años de adelanto. Lo anuncié en una novela. Era verdaderamente ineluctable. Porque él era un puro masoquista. Sólo había emprendido toda esa acción wagneriana con la meta inconsciente de perder o morir.

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Y de Stalin, ¿qué piensa?

Todos los personajes que poseen mucha autoridad -Mao, Lenin- me impresionaron mucho. Stalin, por encima de todos los demás porque era el más cruel, el más autoritario, el que, dentro de la historia contemporánea, fue verdaderamente Vulcano forjando el escudo de Aquiles. Escudo que, por otra parte, servirá para protegernos a todos. Porque los rusos estarán de nuestro lado para defendernos contra los chinos.

¿Le teme a Mao?

Lo encuentro muy buen poeta. Por eso ilustré sus obras. Dicho esto, tengo mucho miedo de los chinos. Quisiera proteger de ellos a toda costa los alrededores de Perpiñán.

¿Cuál es su posición con respecto al general Franco?

Estoy convencido de que el general Franco es un gran político. Hace algunos meses tuve el honor de almorzar con él y adquirí la convicción que también es un santo. Es decir, un místico en la tradición de los grandes místicos españoles. Después del almuerzo -allí fue donde me percaté de que era un santo-, me dije que iba a hacer una siesta como la hago cotidianamente, una siesta de media hora. Y él se fue a visitar una biblioteca de antiguos pergaminos, el museo. Cambió de traje para inaugurar una ruta, y después recibió a quince ministros. No hay en el mundo un hombre joven capaz de tal energía. Sólo es capaz de ella un hombre con fe en su misión, como él. Es un ser absolutamente extraordinario.

¿Qué habría pensado si, al final del proceso de Burgos, el general Franco no hubiera acordado la gracia a los condenados?

Personalmente estoy contra la pena de muerte. Me parece que un hombre no tiene derecho a disponer de la vida, de la existencia de otro, así fuese el mayor criminal. Por lo demás, estoy a menudo por los mayores criminales. Mi preferencia va más bien a los seres crueles. El arquetipo sentimental representado por el cantante Yves Montand es el ser que más desprecio porque es bueno y lacrimoso. Metafísicamente, pues, estoy contra la pena de muerte. Pero si aún existe la pena de muerte en alguna parte, y si alguien cree tener una misión histórica, considero que debe aplicar lo que cree hasta los últimos límites. Veinte condenas a muerte, seguramente, es más económico que los miles de muertos de una guerra civil.

¿No piensa que es monstruoso lo que dice?

Todo lo que estoy diciendo es efectivamente monstruoso. Pero la guerra civil es monstruosa. En uno de mis cuadros, que es la premonición de la Guerra Civil española, titulado «Construcción blanda con porotos hervidos», figuré además un monstruo que se autodevoraba.

¿Acaso lo monstruoso forma parte de la fiesta, para usted?

¡Y no! Me gustaría muchísimo reventar seres vivos. No lo haré, porque estoy contra la pena de muerte. Pero cuando se trata de animales, tengo menos escrúpulos. Más sufren, más contento me pongo. Lo que más me gustaría, sería poner bombas en el interior de ocho cisnes y verlos explotar estroboscópicamente.

¿Como concilia ese aspecto cruel de su carácter con el amor que profesa a su mujer?

Gala, de cualquier manera, es una excepción en todo. Pero siempre dije que si Gala muriera, me gustaría comerla.

¿La trozaría?

No. Si fuese posible que, muerta, Gala empequeñeciera como una aceituna, entonces la tragaría. El canibalismo es una de las manifestaciones más evidentes de la ternura.

¿En qué es tan excepcional Gala?

Me hizo ganar todo el dinero que poseo.

¿Y qué más?

Fue la primera con quien hice el amor. No es que me guste mucho hacer el amor, pero tenía veintinueve años y me creía impotente. Gala me reveló a mí mismo. Jamás hice el amor con nadie más.

Sin embargo, usted mismo organiza «festicholas».

Jamás. Asistí a «festicholas» y lo encontré antierótico por excelencia.

¿Qué piensa de la libertad sexual actual?

Es muy mala, desde todo punto de vista. La mayor cretinización -y empleo una vez más la palabra en un sentido no peyorativo- es caer enamorado. Porque entonces, uno babea como un cretino. Ahora, con la promiscuidad, no hay posibilidad de enamorarse. Creo, por lo demás, que se va a volver a cierta forma de amor cortés. Se pasará de la licencia total a un período de castidad.

Politicamente, usted se dice monárquico. ¿Por qué?

Porque, desde el punto de vista científico, es la única forma de gobierno que corresponde a los recientísimos descubrimientos de la ciencia biológica. Desde la primera a la última célula, todo se ha trasformado de manera ineluctable, genéticamente. La monarquía es genética. Viene de Dios.

Usted es más que monárquico: es legitimista.

Exactamente. Y mis ideas al respecto acaban de ser reafirmadas por la lectura de «Légitimité» (Legitimidad), un libro extraordinario de Blanc de Saint Bonnet, que busqué durante años y que al fin encontré en estos días. El autor refiere que Blanca de Castilla, madre de San Luis, decía: «Preferiría ver muerto a mi hijo antes que saber que estuvo unos minutos en pecado mortal». Mientras que Leticia, madre de Napoleón, le repetía sin cesar: «Aprovecha, porque no va a durar». Es toda la diferencia entre lo legítimo y lo ilegítimo.

¿Cree que los soberanos legítimos son más honestos, más desinteresados?

Para hablar de manera vulgar, los presidentes de las repúblicas siempre tienen tendencia -ya que su mandato sólo dura cinco años- a hacer combinaciones, a poner dinero a izquierda y derecha, en Suiza… Quien nace príncipe no precisa tomar dinero. Le basta con nacer. Todo lo tiene. También resulta mucho más decorativo.

¿Cree en el restablecimiento de las monarquías en Europa?

Según mi parecer, todo marcha hacia la monarquía. Ineluctablemente. En España, ya es un hecho cabal. Rumania vendrá después. Y después, no sé. Lo terrible es que los reyes actuales ya no son monárquicos. Dicen: «hay que ser liberal», hablan de socialismo, etcétera. Nada de eso. Hay que ser absoluto. Pero convencer a un rey de que debe ser monárquico es muy complicado. Por eso quisiera publicar extractos del libro de Blanc de Saint Bonnet y ofrecerlos a mi príncipe, Juan Carlos.

¿Piensa que don Juan Carlos será un rey monárquico?

Para un rey, lo esencial es no ser un genio, sino lo más legítimo posible, haber recibido una buena educación y creer en su misión. Juan Carlos recibió una educación buenísima, estuvo en Zaragoza. Y estoy convencido de que cree en su misión.

¿Cómo vive en su casa de Cadaqués?

Llevo una vida muy estricta, pero siempre jugando. Me levanto muy temprano a la mañana. Cada día doy un paseo a la misma hora. Hago una siesta de media hora, tomo otra media hora para nadar. Siempre me acuesto a la misma hora. En Cadaqués, a las 10.30 ya estoy en la cama. Todo eso jugando todo el tiempo, divirtiéndome como un loco.

¿A qué juega?

A montones de juegos. Por ejemplo, cuando escribo en la cama, tengo ante mí un aparato de televisión japonés. Y lo miro al revés para no saber qué pasa en la pantalla, o pongo un filtro delante para complicar las imágenes. Después, como tostaditas con miel. Pongo miel en el interior de mi camisa para que se pegue a la piel y para sentir mis pelos todos pringosos.

¿Por qué la televisión? ¿Necesita informaciones?

No. Para mí la televisión es una especie de pantalla en la que veo todo lo que puedo imaginar.

Resumiendo, ¿hace su fiesta personal sin parar?

Sin parar. Tengo miedo de morir por un exceso de satisfacción. Vea, hoy me divierto mucho con usted.

En Cadaqués, ¿se repite todos los días el mismo libreto?

¡Jamás! Un día, pego miel. Otro, pongo bajo mi camisa una abejita. Otra vez, coloco bajo mis ojos una cajita de hormigas iluminadas por gotas fosforescentes. Ciertos días, no hago nada. Otros, me libro a todo tipo de manipulaciones con aglomerados de materia que saco de mi nariz, o si no, que manoseo, que olisqueo, que hago rodar de uno a otro lado de mi cuerpo. De repente, la bolita se me escapa. La pierdo. Entonces, ahí viene el enloquecimiento. Podría recomenzar, hacer otra, tomar en reemplazo una miguita de pan. Pero es preciso que sea ésa. Porque corresponde a una cibernética del pensamiento.

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¿Jamás experimenta angustia por otras razones?

No, jamás. No experimento ningún sentimiento humanitario. Las grandes catástrofes, como la de Pakistán, me regocijan. Más catástrofes y guerras hay a mi alrededor, más placer experimento en mi vida visceral. Dicho lo cual, siendo un «gentleman» católico, apostólico y romano, cuando tales cosas ocurren, actúo muy bien, envío dinero, me comporto como debo, mejor que los humanitarios sentimentales. Si alguna vez me piden cuentas… es necesario que esté en regla.

Pero, ¿quién podría pedirle cuentas?

Todas esas historias. Dios, todo eso… «Seamos prudentes», como decía Saint Granier.

¿Sintió la muerte de sus amigos? Usted quería mucho a Federico García Lorca. Cuando lo fusilaron, ¿se conmovió?

Me gustó. Además, ya lo dije. Como soy jesuita al más alto grado, siempre tengo la sensación, cuando muere uno de mis amigos, que soy yo quien lo mató. Que murió por mi culpa. Es particularmente cierto en cuanto a Lorca, porque si Lorca me hubiese seguido, no le habría sorprendido la Guerra Civil. Y como hice todo para que no fuera a unírseme a Italia, donde estaba yo entonces -y eso más bien por celos-, me dije cuando murió: «Ahí está, es mi falta, nuevamente». Pero lo maravilloso fue que, en el fondo, yo sabía que no era cierto. Mi sentimiento de culpabilidad duró muy poco. Me dije que, de todos modos, habría muerto. Y eso me puso doblemente contento.

Todo lo que dijo es humor negro. Recuerda a «Un perro andaluz», que rodó con Buñuel en 1929. ¿Por qué ya no hace cine?

Primero, porque no es un arte. Uno no se puede expresar a través del cine porque posee demasiados medios. Cuando uno tiene demasiadas riquezas a su disposición, resulta imposible hacer una obra de arte. Ni siquiera una obra.

¿Quiere decir que la obra de arte supone más coerción?

Todo está fundado en la coerción. Gérard Dou pudo hacer una obra maestra porque tenía una tela, óleo y su ojo, y sanseacabó. En cine, ni bien se fotografía la cosa, huye el misterio.

Según su parecer, el arte es la coerción. Una definición muy clásica en boca de un personaje como usted.

Ah, pero yo estoy por una mayor rigidez aún. Estoy por los períodos de inquisición. Más coerciones hay, más es llevado uno a precisar qué debe decir. La libertad es el esfuerzo. Nuestra época lo olvidó. Se liberó de la pintura del tema, se liberó de la técnica, del color, de la figuración, de la forma. Vea el resultado: ¡cuadros donde sólo hay un color con una línea!

Pero usted, cuando habla, cuando escribe, tiene un lenguaje muy libre, rechaza absolutamente toda coerción.

Porque soy jesuita, hipócrita, y utilizo todos los medios para difundir las ideas que quiero imponer a mi época.

¿Prepara una continuación al «Diario de un genio»?

No. Concentré toda mi actividad literaria en una tragedia erótica en tres actos y un verso, que trascurre en la época de Vermeer y de Dou. Ya hice dos actos, sólo falta el tercero.

¿Tiene intención de presentarla en París?

Mientras haya regímenes democráticos creo que no la podrán representar en ninguna parte. Se precisarán varios años de monarquía para que un rey pueda permitir la representación de tal abominación. El marqués de Sade, a mi lado, es un gracioso.

Usted, que ama las catástrofes, las abominaciones, ¿qué piensa de la bomba atómica?

Me gustan tanto las catástrofes que estoy listo para recibir una bomba atómica en la cabeza. Con una bomba atómica uno sólo se arriesga a ser desintegrado, a pasar del estado de hombre al estado de ángel. Nada que perder, todo por ganar.

Usted anhela una especie de coronación, de apoteosis atómica…

El «Apocalipsis» me gusta mucho. Además, lo ilustré. Pero soy como San Agustín. Deseo que venga lo más tarde posible. Cuando San Agustín hacía todas sus orgías, las mayores orgías que jamás se soñó, rogaba a Dios todas las noches para que lo convirtiese. Y acababa su rezo diciendo: «Pero aguarda dos o tres semanas más».

Una última palabra, Salvador Dalí. ¿Es un hombre feliz?

Usted vio perfectamente que durante esta charla no me aburrí un segundo… Sobre todo, no olvide añadir un poco de confusión en el texto si las cosas aparecen demasiado claras…

 

Fuente: http://eljineteinsomne2.blogspot.com.ar/2009/12/salvador-dali-mi-la-idea-que-prima.html